26.4.12

La incipiente destrucción

He de dejar clara una cosa acerca de mí. Me encantan un montón de cosas cursis, las fotos guays, lo vintage, y  me encantan los cupcake y hacer collares. Y me encanta María Antonieta, y todo ese rollo de flores victorianas, los colores pastel, los dulces, y los perros Carlinos. Pero al final, siempre, y sin dudarlo, yo estaría del lado de los que le cortan la cabeza.

La situación es la siguiente: regreso a casa, entro en mi portal y, junto a la puerta del ascensor están dos vecinas, sobrepasan los 50, pero han entrado en una edad indefinida. Cuando me acerco a ellas, cuchichean más bajo, es evidente que no quieren que me entere de sus secretos, aunque tampoco se molestan mucho en disimular. Alcanzo a oír algo relacionado con la cuota de un gimnasio, ya pagada, y de un servicio que no les van a prestar. Gesto de falsa indignación y luego un resoplido como diciendo: es que es lo mismo de siempre. Cuando el ascensor llega, la otra mujer, la que no ha sido estafada por el gimnasio, le dice a su amiga: pues ya sabes, ¿no?, lo que te quieren hacer... Y después, hace como si cogiera algo del aire, y lo metiera en su bolsillo. La gimnasta frustrada se marcha y la mujer con la mano llena de aire y yo, comenzamos a subir juntas en el ascensor. Entonces, ella empieza a decir, mirando al infinito y no a mí: Es que de verdad… éste es el país que tenemos, así es España, lleno de ladrones. Entre los ladrones de aquí y los que vienen de fuera…
Mi cerebro trabaja a mil por hora, pienso que lo siguiente que dirá será: ¡y los que tenemos en el gobierno! Pero no lo dice. Sospecho, por tanto, que nuestros ladrones del gobierno están ahí gracias a personas como ella.
Su discurso sigue: Es que… ¡vamos! Y encima sin trabajo… y vosotros los jóvenes – llega a su piso -. Bueno, pues adiós.
Nosotros, los jóvenes. Ojalá mi edificio hubiera tenido más pisos.

Nunca hasta entonces había visto a esta mujer. Ni ella a mí. Durante todo el trayecto yo la he mirado, con una sonrisa de cortesía, que poco a poco se ha ido transformando en una sonrisa de paciencia y comprensión, como la sonrisa que le brindo a la adorable anciana a quien cedo el asiento en el autobús. Cuando ella abandona el ascensor, por un momento, instintiva e irracionalmente siento un impulso asesino, deseo su muerte instantánea, no puedo evitarlo.
Sí, esto es España – pienso mientras saco las llaves y abro la puerta -. Tú eres España. España eres tú, cuando hablas de los ladrones que vienen de fuera, de ésos, todos esos negros, moros, que vienen a robarte. España eres tú, cuando no sabes que el verdadero ladrón de fuera será Sheldon G. Adelson y que aquí le recibirán con alfombras y flores. España eres tú, cuando votas y condenas a tu hijo de 28 años y sin trabajo a la privación de Seguridad Social. España eres tú, cuando hoy estás triste porque el Real Madrid no gana la liga, pero no lo estás porque vas a pagar quince euros por un metrobús. España eres tú, cuando los medios de comunicación te vacían y vuelven a llenarte de lo que ellos quieren. España eres tú, que te mantienes impasible ante todo esto y desconfías de todos aquellos que no nos mantenemos en igual situación. España eres tú, que estás envejecida, rancia y amargada y aún no te has dado cuenta. Sí, éste es el país que eres.
Pero España también eres tú, porque vas a sufrir lo mismo que yo. Porque al final, las dos subimos en el mismo ascensor, que no está forrado de oro. Tu casa es igual que la mía, no es más grande, ni tiene piscina, ni mayordomos, y tus hijos han jugado en el mismo parque y compras el pan en los mismos chinos (que, seguro, también son ladrones de fuera). Ni siquiera tus opiniones retrógradas y malolientes, que además pareces expresar con alegría y confianza a la primera persona con la que te cruzas, van a protegerte de la que se te viene encima.

Entonces, me doy cuenta de que esto termina de dar forma a la idea que, de forma insidiosa, está conquistando mi mente desde hace unas semanas: que no quiero la paz social. No, no la deseo. Y hay momentos en que la situación, de la que apenas tenemos consciencia, me aprieta y me angustia tanto, que sólo deseo que en las calles ardan los coches y se rompan los cristales. Quiero que la gente encienda antorchas y clamen justicia, y quiero que haya personas que ardan en las llamas, quiero que se afilen las guillotinas.

Hoy, definitivamente, me he convertido en ese bandolero amable que retrataba Eduardo Mendoza en El Año del Diluvio, y que le decía así a la vulnerable monja: 
No, hermana, yo no me arrepiento de nada; a lo sumo, de no haber hecho más daño cuando tuve ocasión: odio a la sociedad y odio a los hombres; moriría contento si supiera que después de mi muerte vendrán más inundaciones y terremotos, incendios y epidemias; deseo que haya guerras, exterminios y matanzas, que imperen el crimen y la desolación; los hombres no merecen paz ni misericordia, y Dios tampoco.



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