La situación es la siguiente:
regreso a casa, entro en mi portal y, junto a la puerta del ascensor están dos
vecinas, sobrepasan los 50, pero han entrado en una edad indefinida. Cuando me acerco
a ellas, cuchichean más bajo, es evidente que no quieren que me entere de sus
secretos, aunque tampoco se molestan mucho en disimular. Alcanzo a oír algo
relacionado con la cuota de un gimnasio, ya pagada, y de un servicio que no les
van a prestar. Gesto de falsa indignación y luego un resoplido como diciendo:
es que es lo mismo de siempre. Cuando el ascensor llega, la otra mujer, la que
no ha sido estafada por el gimnasio, le dice a su amiga: pues ya sabes, ¿no?,
lo que te quieren hacer... Y después, hace como si cogiera algo del aire, y lo
metiera en su bolsillo. La gimnasta frustrada se marcha y la mujer con
la mano llena de aire y yo, comenzamos a subir juntas en el ascensor. Entonces,
ella empieza a decir, mirando al infinito y no a mí: Es que de verdad… éste es
el país que tenemos, así es España, lleno de ladrones. Entre los ladrones de
aquí y los que vienen de fuera…
Mi cerebro trabaja a mil por
hora, pienso que lo siguiente que dirá será: ¡y los que tenemos en el gobierno!
Pero no lo dice. Sospecho, por tanto, que nuestros ladrones del gobierno están
ahí gracias a personas como ella.
Su discurso sigue: Es que… ¡vamos! Y encima
sin trabajo… y vosotros los jóvenes – llega a su piso -. Bueno, pues adiós.
Nosotros, los jóvenes. Ojalá
mi edificio hubiera tenido más pisos.
Nunca hasta entonces había
visto a esta mujer. Ni ella a mí. Durante todo el trayecto yo la he mirado, con
una sonrisa de cortesía, que poco a poco se ha ido transformando en una sonrisa
de paciencia y comprensión, como la sonrisa que le brindo a la adorable anciana
a quien cedo el asiento en el autobús. Cuando ella abandona el ascensor, por un
momento, instintiva e irracionalmente siento un impulso asesino, deseo su
muerte instantánea, no puedo evitarlo.
Sí, esto es España – pienso mientras
saco las llaves y abro la puerta -. Tú eres España. España eres tú, cuando
hablas de los ladrones que vienen de fuera, de ésos, todos esos negros,
moros, que vienen a robarte. España eres tú, cuando no sabes que el verdadero
ladrón de fuera será Sheldon G. Adelson y que aquí le recibirán con alfombras y
flores. España eres tú, cuando votas y condenas a tu hijo de 28 años y sin
trabajo a la privación de Seguridad Social. España eres tú, cuando hoy estás
triste porque el Real Madrid no gana la liga, pero no lo estás porque vas a
pagar quince euros por un metrobús. España eres tú, cuando los medios de
comunicación te vacían y vuelven a llenarte de lo que ellos quieren. España eres
tú, que te mantienes impasible ante todo esto y desconfías de todos aquellos
que no nos mantenemos en igual situación. España eres tú, que estás envejecida,
rancia y amargada y aún no te has dado cuenta. Sí, éste es el país que eres.
Pero España también eres tú,
porque vas a sufrir lo mismo que yo. Porque al final, las dos subimos en el
mismo ascensor, que no está forrado de oro. Tu casa es igual que la mía, no es
más grande, ni tiene piscina, ni mayordomos, y tus hijos han jugado en el mismo
parque y compras el pan en los mismos chinos (que, seguro, también son ladrones
de fuera). Ni siquiera tus opiniones retrógradas y malolientes, que además
pareces expresar con alegría y confianza a la primera persona con la que te
cruzas, van a protegerte de la que se te viene encima.
Entonces, me doy cuenta de
que esto termina de dar forma a la idea que, de forma insidiosa, está
conquistando mi mente desde hace unas semanas: que no quiero la paz social. No,
no la deseo. Y hay momentos en que la situación, de la que apenas tenemos
consciencia, me aprieta y me angustia tanto, que sólo deseo que en las calles ardan
los coches y se rompan los cristales. Quiero que la gente encienda antorchas y
clamen justicia, y quiero que haya personas que ardan en las llamas, quiero que
se afilen las guillotinas.
Hoy, definitivamente, me he
convertido en ese bandolero amable que retrataba Eduardo Mendoza en El Año del
Diluvio, y que le decía así a la vulnerable monja:
No, hermana, yo no me arrepiento de nada; a lo sumo, de no haber hecho más daño cuando tuve ocasión: odio a la sociedad y odio a los hombres; moriría contento si supiera que después de mi muerte vendrán más inundaciones y terremotos, incendios y epidemias; deseo que haya guerras, exterminios y matanzas, que imperen el crimen y la desolación; los hombres no merecen paz ni misericordia, y Dios tampoco.